Crítica de Hernán Rodríguez Castelo

1/3/2000

Sangoracha:

la nueva vida de lo natural

 

Por: Hernán Rodríguez Castelo, de la Academia Ecuatoriana y

la Asociación Internacional de Críticos de Arte.

 

La trayectoria de la ecuatoriana Sangoracha es una aproximación cada vez más honda y rica a la naturaleza.

 

Cuando empieza, a poco de terminada la academia, sufre el influjo avasallador de un poderoso creador de formas, el pintor y escultor geométrico constructivista Estuardo Maldonado. Y entonces preside un proceso de asimilación de esos juegos formalistas y abre caminos de liberación la naturaleza. En particular las palmeras, que tan bellas en sus trazos elongados, tan rítmicas en sus composiciones lineales de tallos y agujas, se vuelven leitmotiv composicional y rítmico.

 

Pero todo aquello era plano: planos los colores –algunos, por descontado, en bellísimas combinaciones-; plana la materia. Y en la naturaleza no existe lo plano. Y, aun en el caso de juegos con cálidos, era frío. Con la frialdad de la geometría.

 

Así que la artista, ahondando en el mensaje de las palmas, se volvió de lleno a la naturaleza. Comenzando por la materia. Elementos formales y texturas surgieron de material orgánico: naranja, yuca, plátano; cortezas y pulpas; tallos y hojas.

Y se aprovechó del ejercicio constructivo anterior para reducir toda aquella vida a los rigores de composiciones tan sólidas como para ordenar todas las libertades de formas y materia.

 

Cabe ver en estos cuadros el proceso. Primero, grandes líneas y bloques compositivos, agitados ya  por ritmos provenientes de la naturaleza. Luego, la inclusión de la materia natural, que llega con ricos y sutiles aportes de textura. Y entonces el color para convertir todo aquello en ese microcosmos autónomo, tenso de belleza y sentidos, que es el cuadro.

 

El proceso se cumple con ricas variaciones en cada pieza. Hay una, en verdes y amarillos que forman como una enorme copa arbórea, fastuosa de juegos de formas pequeñas –foliáceas-, que, como hojas naturales que son, aportan, cada una, sus texturas que testimonian vida. En otra, ocres amarillos y casi rojos, en rítmica composición cromática, sumen los elementos naturales.

 

Pero esas entidades tomadas de la naturaleza –a veces de lo que el humano ha desechado como simple basura- ha cobrado una nueva vida, que invita a apreciarla, a sentirla. Esta es una expresión pictórica táctil, que de modo táctil ha de ser apreciada en un momento de mayor adentramiento en la obra. Así, por ejemplo, un cuadro en verdes y azules, con ligeros iluminados amarillos, es hermoso, visto; pero incita a la aproximación táctil. Las texturas son las rugosidades de las hojas de cutul –el cofre de la mazorca de maíz-, que dibujan fina caligrafía de apretadas paralelas.

 

Y en los cuadros pequeños (40 por 40 centímetros), verdaderas joyitas, tras la primera impresión, espera al espectador el placer de texturas inventadas por la naturaleza. En uno se ha trabajado con hojas de matico –esa planta medicinal tan usada por la medicina indígena andina-, y las hojas aportan sus texturas de belleza como el humano no habría podido soñar.

 

En suma, que esta joven artista, llegada a Quito desde una tierra sureña que confina con los desiertos peruanos, trajo una expresión visual que nos impone ver y nos incita a tocar lo que la sabia naturaleza ha elaborado milenariamente. Y la ha hecho hasta con lo más humilde de la naturaleza, lo desechado por una civilización que, ávida de consumo y torpemente utilitaria, menosprecia cuanto no le ofrece placer o lucro inmediato y fácil. Y lo ha hecho por aquí hay que comenzar y con esto se ha de terminar- en muy buena pintura.

 

Alangasí, en el Valle de los Chillos, junto a Quito

           Enero 2.000

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